Lo llamaban "el puente suicida" porque en él se habían suicidado no
menos de 17 personas. Nadie podía decirme por qué, sólo afirmaban que
por alguna extraña razón ese era el lugar preferido por los habitantes
de la comunidad para cometer suicidio.
Fue en un pequeño pueblo de Polonia, a más de 500 kilómetros de Varsovia.
Yo había llegado ahí buscando algún campo de concentración.
Tenía viajando casi un mes.
Tomé
de México un avión a Madrid con escala en Ámsterdam y mi intención era
viajar por Europa en unas vacaciones. Visitar varios países, conocer
pueblos y culturas diferentes a la mía. Y después de leer varios libros
en mi juventud sobre el holocausto nazi, así como ver cientos de
películas del tema, tenía ganas de visitar algún campamento de
concentración judía.
Busqué en el mapa de Europa, y al reconocer
que la mayoría de los campamentos de exterminio se encuentran en
Polonia, decidí visitar ese país, en busca de alguno de ellos.
No deseaba ir por el morbo, ni siquiera por la curiosidad.
Sólo quería ser presente de la maldad humana.
Quizá de la maldad genética.
El
ser humano es propenso a la maldad, es inherente a él, y convencido
estoy desde hace muchos años que el ser humano nace malvado por
naturaleza.
Los niños son la bondad pura, había escuchado por ahí.
Pero siempre he pensando lo contrario.
Los niños no aprenden a ser malos con los años, ni por costumbre.
Los niños nacen malos por naturaleza.
Lo
puedo ver en los bebés. En las criaturas de tan sólo un par de años.
Veo sus miradas y puedo sentir su maldad en los corazones.
Al paso
del tiempo, por enseñanzas de los padres y por aprendizaje de los
valores y morales, ese niño—de maldad perversa—aprende a distinguir la
bondad de la maldad. Aprende a diferenciar sus deseos más egoístas de
los deseos de terceros; y puede ver el punto de vista de otras personas y
entonces ya hacer lo correcto.
Cuando se es niño, no se puede hacer nada de eso.
Sólo
se hace lo que se desea y en muchos de los casos no se dan cuenta del
dolor que pueden crear a otras personas. Puede verse fácilmente en cómo
juegan los niños, en cómo se comportan con terceros y en cómo son
crueles en su vida infantil.
Y proviene quizá desde lo más profundo de su genética.
Maldad genética.
Tal vez es lo que los nazis los devoraba por dentro.
Tal vez sólo obedecían órdenes.
Sea lo que sea me ha intrigado.
Decidí visitar un campo de exterminio y observarlo por mis propios ojos.
El peor, o el mejor, por así decirlo, era Auschwitz. La representación física del exterminio judío.
Así
pues tomé el eurorail, y así como había viajado en tren por varios
países de Europa, me encarrilé hacia Cracovia para ahí tomar un bus que
me llevara al memorial de Auschwitz.
La idea era arribar a
Oswiecim, a 70 kilómetros al oeste de Cracovia, poco más de una hora en
autobús, para ahí encontrar el emplazamiento del campo principal de
Auschwitz I, y a tres kilómetros, el enorme campo Auschwitz II Birkenau.
Por
lo menos esa era la idea, llegué a la estación de trenes, tomé el bus y
como en días anteriores había viajado en condición de mochilero y me
sentía un tanto cansado del viaje, decidí pestañear un poco la hora que
duraría el viaje hacia Oswiecim.
Sin embargo, cuando abrí los ojos me hallé completamente solo en el autobús.
Nadie me había despertado.
Nadie me avisó cuándo llegamos y nadie fue capaz de advertirme nada.
Lo
primero que se me ocurrió fue escupir algunas dos o tres maldiciones en
español recordando mis insultos veracruzanos; y lo segundo fue bajarme
del auto y recorrer el camino a pie para buscar el campo de
concentración.
Cuando me bajé del autobús fruncí el ceño
instintivamente ya que no recordaba haberlo visto tan viejo y oxidado.
Según yo estaba casi nuevo, pero ante mí sólo se veía como un transporte
antiguo y envuelto en oxido.
Quien lo viera no podría asegurar que aún funcionara.
Levanté los hombros y caminé hacia donde me llevara el camino.
Así
fue como arribé a un pequeño pueblo—del cual no deseo mencionar su
nombre—y descubrí que nadie sabía español y sólo unos pocos conocían el
inglés.
Por sus miradas y comentarios deduje que me había perdido.
El
camino que tomé—a pesar de tener un mapa, y guiarme por una brújula de
mi reloj—había sido el equivocado. Y por alguna razón extraña, el error
no había sido por sólo unos cuantos kilómetros; sino horas enteras de
camino. Incluso días.
Y me sorprendí.
Pero si ya estaba cerca, pensé.
No
entendí lo que ocurría, no sólo no estaba cerca de Oswiecim sino que no
estaba muy lejos de Czerlonka una villa en el distrito administrativo
de Gmina Bialowieza en el noroeste de Polonia, cerca de la frontera con
Bielorrusia.
¿Qué diablos había ocurrido?
¿Cómo es posible que en una hora haya viajado más de 500 kilómetros?
Era imposible.
Estaba
en medio de la nada. En un pueblo que no existía, no era Bialowieza, ni
Czerlonka, ni Grudki, ni Podcerkwy, ni Teremiski, ni ninguno de ellos.
Estaba cerca, pero al mismo tiempo demasiado lejos.
Caminé hacia
el pueblo y sólo sentía las miradas de sus habitantes que caían sobre mí
sepultándome. Era obvio que no recibían visitas y muchos de ellos se
sentía invadidos.
Incluso pude sentir que se aglomeraban a mi alrededor.
Entonces entré a la taberna de la villa y me presenté en inglés.
Sólo un par de ellos me contestó y me informaron dónde estaba.
—¿Qué
diablos? —escupí sobresaltado—. ¿Qué carajos estoy haciendo aquí? Yo
debería estar en Oswiecim—dije. Pero los hombres sólo se rieron y me
dijeron que no había manera de que pudiera salir del pueblo, ya caía la
noche y lo mejor era que durmiera en la posada. Al día siguiente podrían
llevarme a Zwierzyniec y ahí tomar camino para Varsovia y luego
regresar a Cracovia.
Así que pagué la noche, mostré mi pasaporte como era la costumbre y se sorprendieron aún más.
—¡México! —exclamaron—. Usualmente no recibimos visitas de tan lejos.
Era muy probable que ningún mexicano hubiera pisado sus suelos anteriormente.
Estaba
esperando los comentarios obligados de los charros, pero nadie ahí
sabía nada de la cultura de mi país y yo no mencioné palabra.
Me
dieron la llave del cuarto y después de instalarme noté que era muy
temprano para dormir. Aún no tenía sueño y apenas era la media tarde.
Decidí darme una vuelta por la villa.
—No importa a dónde vaya—me dijeron—. No cruce el puente de los suicidios.
—¿Y eso qué es? —pregunté intrigado.
Pero
al principio nadie quiso decir nada, se callaron como un solo hombre y
después de que levantaron sus cervezas, la chica que atendía la barra se
me acercó.
—Le decimos "el puente de los suicidios" porque en él más de 17 personas han perdido la vida. Por su propia mano.
»Incluso de las maneras más extrañas.
»Se han estrangulado, acuchillado, ahogado, incluso uno se desgarró la piel del rostro.
»Algo tiene ese lugar, que por alguna extraña razón es la zona predilecta para suicidarse.
No supe qué decir, sólo me quedé callado y le observé el rostro con el ceño fruncido.
Se
llamaba Elka, tenía 31 años y aún no se había casado. Ni siquiera tenía
pareja y me pareció extraño. Es difícil hallar una mujer de esa edad en
un pueblo tan pequeño que aún no se haya casado.
Le pregunté si podría darme una visita guiada por el pueblo y aceptó.
En
menos de una hora ya habíamos recorrido todo y estábamos de regreso a
la taberna, cuando vislumbré un puente a sólo unos cuantos metros.
Ella notó que lo veía y quiso dar vuelta atrás, cuando la detuve.
—¿Es ese el puente de los suicidas?
—Sí—respondió—. No me gusta ir ahí… Regresemos.
Pero yo sentía curiosidad.
—La gente teme pasar por ahí, nunca se sabe a quién encontraremos.
»A
veces pasan días sin que alguien se acerque ahí, y cuando notamos que
alguno de nosotros ha desaparecido, sabemos que lo encontraremos ahí.
»Hemos querido destruirlo, pero son pocos los que se atreven a acercarse, y cuando lo hacen, algo malo sucede.
—¿Cómo qué?
—Un
día quisieron derruirlo y se formó un grupo de cinco hombres. Mi
hermano menor, Jarek, se fue con ellos. Había perdido a su mejor amigo
que se había suicidado ahí a los 12 años y le tenía un gran odio a esa
maldita construcción.
»Así que se armaron de valor, tomaron picos y
martillos y entonando una canción de victoria y burlas se encaminaron a
él con deseos de no dejar una piedra encima de otra y regresar a casa
sanos y salvos.
»Pero entonces sucedió.
»En el momento en
que Jarek se acercó a él…—aquí se le quebró la voz—. Ni siquiera pudo
dar un martillazo a la roca—dijo y una lágrima cruzó su rostro—. Nadie
comprendió lo que pasaba. Jarek estaba lleno de vida, recién se había
hecho de una novia y tenía deseos de irse a estudiar medicina a
Varsovia. Pero aún así, su rostro se quedó pálido, se le cayeron los
brazos a los lados, perdió las fuerzas y se dejó caer de rodillas al
piso. Su espalda se encorvó y en pocos segundos sus ojos perdieron
brillo.
»Los que estuvieron ahí insisten en que fue como si el
deseo de vivir se le hubiera sido arrancado en un instante. Como si su
alma simplemente se hubiera ido dejando solamente un envase vacío y
seco.
»Sus ojos empezaron a llorar y sin que nadie pudiera hacer
nada por él, se clavó el pico en el cuello y ahí mismo se esfumó—dijo y
echando un soplido al aire extendió los dedos—. Lo enterramos esa misma
noche y desde entonces nadie ha intentado destruirlo.
»Nadie quiere pasar por ahí, y no dejamos que nadie se acerque.
»Vamos—insistió y regresamos a la taberna.
Su madre, Gutka, había preparado esa tarde un platillo de kaczka z jabłkami y me obsequiaron un poco para cenar.
—Es pato asado con manzanas—me aclaró Elka cuando vio que trataba de reconocerlo, y sonrió.
—Está delicioso—agregué y di un bocado más antes de beber un trago de vino.
Hablamos
un poco esa noche, me presentó a su madre, a sus amigos y les conté un
poco sobre México y les sorprendió la condición política en la que
vivimos.
Después de eso, me llevaron a mi habitación.
Me
sentí un poco mareado ya que usualmente no bebo pero los polacos son
conocidos por saber beber y difícilmente podía aceptar un no como
respuesta.
Así que Elka prácticamente me llevó cargando a mi habitación aunque yo tratara de mantenerme en forma.
—No
te apures—dijo—, así somos aquí—y sonrió. En verdad tenía un hermoso
rostro. Y una vez más me sorprendí que no estuviera casada, incluso me
molestó.
No dejé de pensar en ella cuando me fui a dormir y juro que soñé con ella.
Soñé que la besaba, acariciaba su rostro y le hacía el amor.
Pude sentirlo tan palpable como la realidad misma y no podía creer que era un sueño.
Pero
cuando desperté me hallé la habitación a solas y tardé un momento en
darme cuenta que había sido un pasaje onírico y nada más.
Vi el reloj. Eran las 3:19, demasiado temprano.
No
había señal de red por lo que no podía entrar al internet en mi pequeña
lap top que cargaba conmigo para escribir durante el viaje. Pensé en
ver una de las varias películas que tenía en ella pero no me sentía con
ganas de hacerlo.
Así que decidí escribir unas cuantas líneas a la novela que estaba escribiendo y la encendí.
Quizá hube escrito un par de páginas cuando escuché unos sonidos en el pasillo.
Eran
suaves, nada escandalosos pero me generaban una sensación extraña que
me ponían la carne de gallina, los vellos de los brazos se me
encresparon y sentí un recorrer helado en la columna.
Me puse una chamarra rompe vientos y me eché la cobija encima.
Traté
de escribir un poco más pero los sonidos no me lo permitían. No podía
distinguir qué eran, no sonaban a nada en específico y me intrigaron aún
más.
Apagué la computadora, salí de la cama y me vestí llamado por la curiosidad.
Giré lentamente la manija de la puerta y me asomé al pasillo.
—¿Hay alguien ahí? —susurré pero nadie me escuchó.
Entré
de nuevo a mi cuarto y pensé que no debería inmiscuirme en cosas que no
me competían, por lo que quise regresar a la novela. Pero sabía que no
podría concentrarme.
Los sonidos se mantenían y cada vez sonaban un poco más alto, sin con ello ser molestos.
Pero
entonces escuché algo que me hizo jurar que eran voces, lamentos quizá,
y se escuchaban femeninos. Eran de una mujer joven y pensé en Elka,
había sido la mujer más joven que había conocido en todo el día y estaba
seguro que era ella.
Tal vez le ocurría algo malo y decidí salir a buscarla.
Posiblemente estaba en un cuarto contiguo ya que los lamentos no se oían muy fuertes, así que salí a buscarla.
Crucé
el pasillo buscando con el oído la habitación. Hallaba una puerta y
pegaba la oreja a ella para tratar de escuchar su voz; cuando no lo
hacía seguía mi camino y continuaba con otra puerta.
Me extrañé
cuando recorrí todas las recámaras y no pude distinguir voz alguna. Cada
cuarto estaba completamente en silencio y la voz no provenía de ninguno
de ellos.
Quizá abajo, pensé y bajé las escaleras.
En silencio y guiándome por mis oídos me encontré en la barra de la posada y estaba en la más completa oscuridad.
No podía creer que los sonidos vinieran de la calle, pero por momentos lo pensé.
Dudé sobre si salir a buscarla allá afuera o regresar a mi habitación.
Salir
de noche en una villa desconocida quizá era muy arriesgado pensé, pero
al mismo tiempo me tranquilizaba diciendo que por lo que había visto en
el día y por lo que conocí de sus habitantes, era una villa muy
tranquila, la cual no daba muestras de violencia sino de seguridad
total.
Así que abrí la puerta y hallé una fuerte neblina que
atravesaba la atmósfera y todo lo envolvía como una pesadilla. Tuve
miedo y quise cerrar la puerta, cuando entonces la descubrí.
A lo
lejos, y en medio de la bruma, a mitad de la calle, noté una figura
femenina con un camisón tan delgado que lograba resaltar su esbelta
figura como una silueta.
Era Elka.
Así que caminé hacia ella, y cuando me acerqué le entregué mi chamarra para protegerla del clima.
—Tenemos que regresar—le dije—. Hace demasiado frío.
Pero su rostro estaba pálido, con una mirada tan inexpresiva que dudé que me hubiera escuchado.
No le dije nada más y abrazándola la encaminé a la posada.
Al
principio su caminar fue lento, sumiso y obedecía cada paso que yo
daba, pero cuando estábamos a una micra de la puerta, escupió un quejido
suave y se transformó en llanto.
Me detuve, observé su rostro y dos lágrimas corrían por sus mejillas.
—¿Qué tienes? —le pregunté intrigado.
—Me siento muy sola—dijo.
—No estás sola, yo estoy contigo.
—No,
no lo estás—y lloró—. No tengo amigos, nunca tendré hijos. Soy estéril y
nadie quiere casarse conmigo. No tengo estudios, sólo soy un ser más en
este mundo. Una estadística y nada más.
Recién la había conocido,
no sabía mucho de ella, pero lo poco que sabía me había agradado. A
veces se necesita tratar a una persona por varios años para conocerla;
otras veces con sólo unos días; pero unas cuantas horas, no estaba
seguro de ello.
Nadie me esperaba en México, yo mismo no tenía novia.
Mi
trabajo está en mi computadora, no tengo una oficina y escribo a
distancia. Diablos, hasta mi programa de radio lo puedo hacer desde
lejos.
Era tan hermosa que me sentía encantado, y por un instante pensé estar con ella.
Dejar todo y estar con ella.
Pero antes de decirle algo se dio la vuelta y salió corriendo desaforadamente.
—¡Elka! —le grité y corrí detrás de ella.
La
bruma nos envolvía con fuerza y ella me llevaba ventaja, no podía
distinguir por dónde iba. Cuando creía alcanzarla la escuchaba por otro
lado.
—¡Elka! —grité su nombre repetidas veces y corrí por todo el
pueblo siguiendo sus lamentos de un lado a otro sin saber a dónde ir,
sin poder alcanzarla o sin siquiera saber dónde estaba yo.
La
villa que hacía unas horas había recorrido en menos de una hora, en ese
momento lucía enorme. Llegaba a una calle y la encontraba gigante, la
cruzaba y me topaba con otra que jamás había visto. Y el pueblo crecía
cada vez más y más y no podía encontrarla.
Sólo escuchaba sus gritos y su llorar se clavaba en mi pecho con un dolor tan desgarrador como un cuchillo.
—¡No estás sola! —le gritaba, pero no parecía oírme.
Tenía miedo de perderla, y más que nada tenía miedo del puente.
Recordé
la historia de su hermano Jarek y me sentía aterrado; porque esa mirada
que habían descrito de él cuando pisó el puente, esa expresión fría y
vacía, ese cuerpo encorvado que tienen los muertos cuando se les
erradica el alma, era justo la imagen de Elka cuando comenzó a llorar.
Corrí por todo el pueblo y la busqué como un desesperado.
Evitaba el puente, no quería cruzar por ahí y deseaba con toda mi alma que ella no se dirigiera en esa dirección.
—¡Elka! —estallaba y mis chillidos rebotaban en las calles empedradas como tambores de guerra.
Y entonces lo encontré.
De pronto la bruma se abrió ante mis ojos y el puente apareció como por arte de magia.
La construcción enorme y poderosa surgió ante mí como una figura maldita, casi evocada por el mismo diablo.
Era
hermoso, imponente. De arquitectura gótica, con una longitud de 250
metros, más o menos. Un ancho de 7 metros. Apoyado en unos 10 arcos,
quizá. Con dos torres distribuidas entre sus cabeceras, y 20 estatuas
situadas a ambos lados del mismo, con un estilo barroco y un realismo
tan impresionante como mágico.
Su belleza me llamaba y era como si las mismas estatuas me hablaran e invitaran a cruzarlo.
Por
un momento, ante majestuosa hermosura, me olvidé de ella, y permanecí
ahí parado admirándolo como un idiota quizá por 10 minutos.
Era
como si la belleza de semejante arquitectura me quitara cualquier deseo
de hacer algo; como si ya no tuviera vida propia y sólo deseara
contemplarlo. Podía sentir cómo olvidaba todo a mi alrededor, como mis
recuerdos se esfumaban, y abandonaban mi cuerpo, mi mente y mi corazón.
El pasado ya no importaba.
Quién era, qué era o para qué había nacido ya no era más.
Sólo el puente.
Únicamente
me importaba la belleza del puente y me lisonjeaba a cruzarlo, convivir
con él, y con un demonio, vivir ahí, entre sus piedras y quizá
convertirme en parte de él. ¡Ser una maldita roca!
Violentamente un palo cruzó el aire y se reventó en mi frente dejándome inconsciente.
Cuando abrí los ojos me encontré una vez más en mi habitación.
Por un momento creí que todo había sido un sueño pero me dolía la cabeza.
Me quejé un poco y me hallé a Gutka que me acercó un poco de tela mojada y me la colocó en la frente.
—Perdona a Józef—agregó en un torpe inglés—. No quiso hacerte daño.
—¿Józef? —pregunté intrigado—. ¿Qué pasó?
—Anoche
te encontró en el puente—colocó un ungüento en mi frente y me acercó un
poco de agua. La bebí—. Dice que tenías la mirada de asombro que suelen
tener los que ven el puente por primera vez. Justo antes de que se
convirtiera en un vacío absoluto.
»Te golpeó y dejó inconsciente antes de que tu alma se esfumara.
»Te
trajo aquí para salvarte la vida. Me pidió que te dijera que le
perdonaras por el golpe, pero era lo más rápido para alejarte de ahí.
No supe qué contestar, así que sólo dije: "no hay problema".
Bebí un poco más de agua cuando me acordé de ella.
—¿Y Elka? ¿La encontraron?
—¿Elka?
—Sí, ¿dónde está? —pregunté y eché un grito—: ¡Elka!
Pero Elka no entró.
Y no la vi en todo el día.
Nadie quiso decirme nada.
Yo
estaba dispuesto a hacerlo, dejar mi vida pasada y permanecer ahí con
ella. Algo tenía, algo muy profundo. Estaba seguro que no necesitaba de
mucho tiempo para conocerla. Lo poco que la había tratado era
suficiente.
Quería quedarme ahí, tratarla más tiempo y unirme a ella, quizá para siempre.
Pero Elka no apareció.
Ante mis gritos desaforados llamándola, Gutka me obligó a callarme y así lo hicieron los demás.
—Ya
no digas nada—me ordenaron—. Lo mejor es que te vayas. No deseamos
correrte—dijo Gutka—. Lo hacemos por tu bien, es mejor que te marches.
Insistí
un poco más, no deseaba irme. Sólo quería quedarme ahí. Buscarla por
todo el pueblo y hacerle el amor. No me importaba si era estéril o no,
sólo me importaba ella. Pero nadie me escuchó.
—Vamos—señaló Józef—te llevaré a Zwierzyniec, ahí podrás tomar el tren.
Quise suplicar un poco más pero me calló con la mirada.
Sin fuerzas y sin poder hacer nada más, le obedecí.
Me despedí de Gutka y de los demás y me subí al auto.
Durante todo el camino no hablamos. Algo tenía en la mirada que lo decía todo.
Trataba de preguntarle pero no tenía caso.
Dentro de mí lo sabía. No quería decirlo pero lo sabía.
Porque
justo antes de que Józef me golpeara, por un instante, menos de un
segundo, vislumbré el cuerpo de Elka que caía del puente, desplomado por
unos de los arcos hacia el río.
Me dejó enfrente de la estación y trató de prestarme un poco de dinero.
—Estoy bien—dije—, tengo el viaje cubierto con eurorail.
Me despedí de él de un apretón de manos, le dije que se cuidara y le agradecí sus atenciones.
Se subió a su auto y al darle yo la espalda, susurré:
—Pude…
—Sí, lo sé—expresó y ninguno de los dos agregó una frase más.
Se
marchó y yo tomé el tren a Varsovia, al llegar ahí me olvidé de
Auschwitz y preferí seguir de largo a la república Checa. Me hospedé en
Praga, en un albergue para viajeros y dos días después visité el
campamento de concentración de Theresienstadt en la población de
Terezín.
Ahí se habían encerrado numerosos judíos procedentes de
Checoslovaquia; alrededor de los 144.000 judíos que pasaron por ahí,
unos 40.000 procedían de Alemania, 15.000, de Austria; 5.000, de los
Países Bajos; unos 300 de Luxemburgo y 500 judíos de Dinamarca, así como
también otros procedentes de Eslovaquia y Hungría. Alrededor de la
cuarta parte de los deportados—aproximadamente unos 33.000—murieron en
el campo de concentración por las malas condiciones: el hambre y las
enfermedades. Unas 88.000 personas fueron trasladadas de ahí hacia
Auschwitz y a otros campos de exterminio.
Cuando terminó la guerra, sólo se encontraron 17.247 supervivientes.
Fue una época de dolor y sufrimiento.
Muchos de ellos murieron, y otros más se suicidaron.
Las
razones eran diferentes, lo que habíamos vivido era muy distinto,
incomparable. Pero el sentir que pude haber vivido con ella y darle un
poco de luz a su vida, y envolvernos en felicidad infinita me hacía
sentir vacío, tan vacío, quizá como el llanto de un judío en un campo de
concentración.
Foto tomada en el campo de concentración de Terezín, Praga.
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